De la novela Montes de María, de Daniel Ángel, 25 años de la masacre de El Salado

Por: Daniel Ángel*

Me contaron muchos años después de la masacre y de escribir este libro que un grupo de niños huyó del pueblo hacia la selva, esa manigua espesa donde el sol canicular escuece el cerebro, y que solo llevaron con ellos una talega de fieltro con yuca cocida y dos bidones de agua.

La persona que me contó lloró al momento de hacerlo y me dijo que se trataba de cuatro niños y tres niñas, entre los ocho y los doce años, que se abrieron paso en medio de la maleza y se ocultaron en un terraplén mientras oyeron el repiqueteo de los fusiles a la distancia, el golpeteo de las tamboras de la casa de la cultura y los insultos que proferían los paramilitares a su gente, entre los que se encontraban sus padres, hermanos, amigos y vecinos.

Allí se quedaron el primer día hasta entrada la tarde, protegiendo sus caras del sol bravío con hojas de guacamayo, cuando de repente escucharon deslizarse por entre el pastizal las botas de los asesinos, como si se tratara del zigzagueo de una serpiente mortífera,    así que decidieron treparse a un samán alto y robusto.

Los paramilitares, narró la persona sacudida por las lágrimas, eligieron aquel lugar para cometer los vejámenes, y me dijo que las jovencitas del pueblo fueron obligadas a desfilar por aquel paraje y por los cuerpos enfermos de los violadores. Hasta que se quedaron a pasar allí la noche, manteniendo atadas de pies y brazos a varias de ellas con cabuyas entrelazadas al viejo samán. Por supuesto, los niños que permanecieron en absoluto silencio y sin moverse presenciaron aquellas atrocidades desde las ramas del árbol.

Todo fue destrozo, me dice la persona con la voz destajada por la tristeza, pero lo peor ocurrió cuando los niños no pudieron beber agua, pues habían dejado los bidones ocultos entre un matorral, lejos de su alcance. Así que en silencio debieron chupar las gotas de rocío que continuaban adheridas a las hojas del samán.

Sin embargo, el grupo de paramilitares no se movió de aquel lugar y los siete niños víctimas del sofoco, la inanición y la deshidratación empezaron a entrar en una suerte de trance donde vieron cómo el viejo árbol les arrancaba la piel hasta despellejarlos por completo. Ni siquiera así se bajaron del samán, y se quedaron otras veinticuatro horas aferrados a las ramas resecas hasta que uno a uno desfalleció hasta la muerte.

Quien me contó me dijo que años después, cuando los campesinos de la zona decidieron regresar, aún temerosos y de a pocos a su tierra, encontraron los bidones de agua cerrados en medio del matorral todavía llenos, hecho sorprendente, pues el calor al que fueron sometidos durante esos ocho o nueve años debió evaporar su contenido. Y que los campesinos al treparse al árbol hallaron intactas las prendas de los niños y siete flores púrpuras, hermosas y brillantes emergieron del ramaje cascajoso del samán, en lugar de despojos humanos u osamentas. Para finalizar, quien relató para mí esta historia me dijo que, aún luego de tantos años, las siete flores permanecen reverdecidas y que los bidones de agua no se secan, pues, según comentan los campesinos de la región, aún esperan ser bebidos por los niños de agua.

Por eso, esta historia está dedicada a todos los saladeros, y en especial a los niños de este país que viven sedientos buscando día y noche una fuente, un río, un aljibe dónde beber y crecer en paz.

*Autor de Montes de María, ganadora de la convocatoria de novela del Festival internacional del libro de Saltillo (Coahuila México, 2013)

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