In-visibles: Ser, existir y resistir en la escuela

Por: Wilmer Ríos Bermúdez*

Él apareció en el colegio una tarde. Sonrisa grande, cabello lacio y una actitud arrolladora, sin embargo, en sus ojos reflejaba el cansancio y el descontento de alguien con una carga superior a su edad. Venía de un colegio hostil –como casi todos los colegios realmente, o díganme un colegio que no lo sea–, donde era perseguido por compañeros y profesores con burlas y frases lapidarias que lo destruían por dentro: “buena loquita, si quiere le doy hasta romperlo”, “joven quítese ese maquillaje que parece una niña, a ver si por una vez se ve como hombre”, “lo mejor es que sus papás lo retiren porque ya no sabemos qué hacer con usted para que sus compañeros no lo molesten más”. Yo no puedo dar crédito a estas palabras, ¿cómo que no saben qué hacer con él? ¿Cómo que “para que no lo molesten”? El problema no era él. A él no lo molestaban. A él lo estaban matando por dentro y el colegio era cómplice, el sistema era cómplice, anotaciones en el registro del estudiante, códigos de cómo vestirse o peor de cómo ser, las normas eran sus barrotes. Su vida se estaba apagando hasta que sus padres, luego de verle llorar, decidieron cambiarlo.

El cambio le dio aire, un leve respiro en su vida. Fue un paliativo ante ese dolor de muerte que albergaba en su interior. El nuevo colegio era distinto, parecía, pero, desde que atravesó la puerta, las miradas pesaban y se sentían como latigazos ya conocidos. Era un nuevo comienzo, no como lo esperaba, pero un nuevo comienzo, al fin y al cabo. Encontró refugio en sus nuevas amigas, que a diferencia del otro colegio le ofrecían tranquilidad, no eran muchas, las suficientes para querer continuar. Dos días después de estar en este nuevo colegio, en un salón, aislado, en un rincón del tercer piso, no imaginó que encontraría un lugar seguro para poder hablar, para ser escuchado, ─por fin un adulto que me escucha sin juzgarme por ser quien soy, siento que existo. Ser invisible es un sentimiento recurrente en quienes nos sentimos diferentes por amar a quien nos da la gana.

Los colegios siempre han tenido esa costumbre idiota de desconocer la diferencia. Te dicen qué ropa usar, cómo peinarte, cómo pararte, hasta se atreven a decir qué cuerpo sirve y cuál no. Quien no se ajuste a ello incomoda o se vuelve invisible. Te imponen una “identidad”, un “sentido de pertenencia”, que en realidad no lo son. No hay categorías más falsas en un lugar donde no puedes ser ni existir, ¿qué pertenencia puede sentir alguien a quien no lo dejan existir? ¿Cuál identidad se puede reflejar cuando eres invisible? El que no se ajuste al molde es blanco de sospecha, de burla, de persecución y hasta de una “merecida” sanción. Por eso era casi un milagro encontrar en estos lugares a alguien dispuesto a escuchar de verdad.

Con sus amigas, los recreos eran un respiro al salir del tedio de las clases. Mientras tomaban su refresco y reían a carcajadas, él en su mente fantaseaba con ir de la mano con este, o besar a aquel, o ser novio del más bonito, -profe entiéndame, es inevitable ver sus piernas cuando patea el balón, de verdad que parece tallado por los dioses—. Para sus amigas es un chico básico y normal, pero para él es un motivo para quedarse, así sea viéndolo y armando escenarios en su mente. Aunque supiera que chicos deportistas jamás se fijarían en él, no en un colegio machista y homofóbico hasta los huesos. En clase le ocurrían dos situaciones con los hombres, se burlaban o lo aislaban, no había un término medio. Estar en el colegio era como andar por un campo minado, a cada paso una burla, una mirada, un insulto, explotaban sin piedad –profe explíqueme algo, ¿por qué ser diferente genera incomodidad? Aunque a mí a veces no me incomoda, sino que me da miedo, ¿por qué la risa de mis compañeros y el silencio de los adultos cercenan mi carne?, pero… fresco, profe, yo ya soy inmune y por eso siempre me verá feliz– ¿Incomoda? Yo me pregunto si este pequeño es realmente feliz, ¿se puede ser feliz sintiéndose invisible? Parece una condena pensar diferente, actuar diferente, verse diferente, ser diferente.

Los directivos y profesores, salvo contadas excepciones, prefieren guardar silencio, ese silencio que ensordece por su complicidad, o no sé si por ignorancia. Él decía que en las clases nunca se hablaba de diversidad, de lo diferente, es como si fuese un tema incómodo, innombrable, indigno para merecer abordarlo con profundidad. Esa omisión era más violenta que cualquier agresión, porque lo que no se nombra no existe. Y aunque en el colegio había un profesor que se atrevía a hablar de aquello que no se nombra, la realidad es que una golondrina no hace verano. Podría ser un refugio en los descansos o en la única hora de clase semanal “¿Profe y el resto que solo existimos para una persona? ¿Solo él nos ve?”

El muchacho soñaba con otro colegio, uno distinto a esos que ya conoce, incluso su colegio actual. Un colegio donde, de verdad, pudiera ser él mismo sin pedir autorización, donde el respeto no fuera un milagro inesperado, donde su existencia fuera visible incluso en los documentos, porque la existencia de estudiantes LGBTIQ+ es una realidad, incluso hay padres de familia, familiares y hasta profesores invisibles. Si el colegio fuera lo que dice ser, “un lugar para aprender a vivir juntos”, ser diferente no sería anómalo, sería la norma. Pero mientras se sigan reproduciendo las prácticas cercenadoras, que insisten en uniformar y prohibir, ese colegio soñado solo será un espejismo. Bastaría un poco de ternura para cambiarlo todo: la ternura de un profe que escucha sin juzgar, de un directivo que no se hace el ciego, de amigas que acompañan, la ternura de un adulto que diga con respeto “te veo porque existes”. Con eso se salva una vida, o muchas. Con eso, existir en la escuela dejaría de ser una resistencia diaria.

Entonces quedan las preguntas, fruto de escuchar a los invisibles ¿Qué estamos enseñando en el colegio? ¿Enseñamos a memorizar o a reconocer que somos diferentes? ¿A portar un uniforme impecable o a habitar con dignidad la piel que a cada uno le toca? ¿Enseñamos a obedecer o a convivir?… Pero la pregunta que más debe resonar es si ¿estamos dispuestos a ver a los que se sienten invisibles?

Que esta sea la oportunidad para que todos, todas y todes podamos ser y existir en la escuela.

*Maestro de Ética y valores de la IED Alfonso Reyes Echandía.

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