Por: Patricia Martínez*

Nona se despertó cuando se le quedó entumecido el brazo derecho. Estaba acostada encima de él. Dio media vuelta, lo levantó por encima de la cabeza y lo agitó, el hormigueo de la mano se intensificó momentáneamente y luego fue cesando poco a poco. ¿Y ahora qué? Había tardado la mitad de la noche en quedarse dormida y volvía a estar de nuevo despierta. Se acomodó el brazo del dolor debajo de la cabeza y permaneció contemplando las grises rendijas del techo de su habitación.

Con un porvenir rutinario, la cabeza abrumada por las ideas y la espalda tensionada después de no haber encontrado una buena postura, Nona intentó recordar lo que soñó o lo que creyó soñar en esos lapsos donde la inconsciencia cobija la vida y transporta la mente a los paisajes más fantásticos o situaciones infernales.

Lentamente, frotó sus ojos negros con sus manos ásperas, víctimas de insoportables jornadas donde la escoba, el recogedor y el trapero, acompañados de un sinnúmero de detergentes contaminantes, habían corroído su piel por casi veinte años: las manos que algún día consintieron, ahora lastimaban.

Con delicadeza retiró de su cuerpo las tres mantas verdes que había alcanzado a tomar el día en que fue sacada de sus tierras por el honorable ejército del Estado. Su padre, don Justo, fue tildado de guerrillero por haber asistido a una mujer agonizante dos días antes de aquel inolvidable lunes de abril.

Nona se levantó. Su cama parecía haber sido víctima de un enfrentamiento entre dos cuerpos repletos de lujuria; sin embargo, su lecho había sido atacado una vez más por el insomnio con el que se había casado desde aquella noche, cuando desapareció su progenitor y ella cayó en las manos de una tropa de abusadores.

Al correr las cortinas azules, encontró que las ventanas estaban empañadas por el calor del interior y el frío exterior: entonces Nona empezó a limpiar el piso con la sucia cabellera de su trapero.

Miró el reloj de pared. Eran las cuatro y treinta, su patrona se levantaría en media hora, debía apurarse. Corrió a tomar una ducha y mientras el agua resbalaba por su piel desnuda, se daba cuenta de cómo día a día su cuerpo era consumido por un enemigo invisible… el tiempo. Apurándose, secó su fisonomía y se puso el uniforme, un delantal rojo que hacía resaltar el rubor natural de sus mejillas y por su larga cabellera aún se deslizaban frías gotas de agua.

Al llegar a la cocina, Nona comenzó a preparar el desayuno de su patrona, para quien trabajaba desde que arribó a la capital. Era el mes de abril y cumpliría veinte años de servicio. La señora Paz era una mujer pensionada de la Empresa de Ferrocarriles, conocía medio mundo y había tenido tres matrimonios, el dinero no era uno de sus problemas, nunca tuvo hijos debido a su infertilidad: era una mujer solitaria, amante de la literatura y el piano. A pesar de su avanzada edad aún podía interpretar composiciones de Chopin, Schubert e incluso los boleros que le recordaban a uno de sus esposos, ese argentino a quien conoció y de quien se enamoró en una de sus tantas travesías por Latinoamérica.

El desayuno del día era jugo de mora con trozos de papaya bañados en miel de abeja y una arepa paisa, la señora Paz conservaba las tradiciones de su tierra natal, pues su acento se había confundido con el francés de su primer esposo, el italiano de su segundo y el argentino de su tercero.

Nunca amó a un colombiano, decía que eran hombres planos y sin horizontes culturales.

La mesa estaba servida, pero algo quebró la rutina de ese lunes. Eran las cinco y cuarto de la mañana y la señora Paz no se presentaba al lujoso comedor que le había regalado uno de sus suegros. La pulpa del jugo se sentaba en el fondo del vaso, la arepa perdía temperatura y una pareja inesperada de moscas coqueteaban con la papaya. Nona, preocupada, esperaba a un lado de la mesa.

Los insectos se duplicaron, ahora estaban en una funesta orgía frente a los ojos petrificados de la desvelada Nona. Nunca lo había hecho, pero dado el retraso de la señora Paz, la aturdida Nona comenzó a subir las escaleras de roble con el fin de despertar a su ama. Al llegar a la puerta, dio dos golpes tímidos que no tuvieron respuesta. Nuevamente, tocó, esta vez con más fuerza y acompañada con una voz quebrantada y un llamado — ¿Señora Paz? — sin obtener respuesta alguna.

Armada de valor, desafiando la autoridad de su patrona y aterrada por el zumbido alarmante proveniente de la habitación, giró la perilla con el mayor de los cuidados, sus ojos negros se llenaron de lágrimas; el cuadro no era diferente al que había presenciado en el comedor: el zumbido de las moscas se escuchaba en el cuarto y la espeluznante melodía La muerte y la doncella, una de las piezas que la señora Paz le había prometido interpretar en las medias nueves.

*Profesora del colegio Palermo Sur

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